domingo, 23 de octubre de 2011

Crónicas en bondi

Me doy cuenta de que estoy otra vez en el barrio cuando veo pasar a un pibe que toca la guitarrita, camina y silba una melodía que conozco y que quince minutos después en mi cabeza va a ser Veneno de La Renga y entonces no voy a saber si en realidad es de La Renga o de La Negra y me voy a dar cuenta de que los nombres de las bandas son anagramas y me voy a preguntar cómo es que no lo advertí antes y me voy a acordar de una tapa fotocopiada de un casette de La Negra –o de La Renga, porque ahora que son anagramas como que me da igual-, casette que nunca devolví y que no tengo ni puta idea de dónde puede estar y voy a tener 17 de vuelta por un rato y se me va a estrujar el corazón un poco.
Cuando tenía 17, creía que para cuando la veintena hubiese terminado, iba a tener todo resuelto. Andá a saber qué era ese “todo”, yo solamente creía en las posibilidades de resolución de las cosas a largo plazo, qué se yo.
Cuando tenía 17 estaba enamorada, capaz por primera vez, y pensaba que ese amor no se iba a terminar nunca y que, si se terminaba, no iba a volver nunca más y ya nada iba a tener sentido o algo parecido pero igual de dramático.
Cuando tenía 17 me sentía poco más que un erizo, un bicho feo sin mucha razón de ser en la naturaleza, y adiviná qué? También creía que esto con la edad se pasaba.
Cuando tenía 17 pensaba que la única que se sentía perdida e incómoda en todo este quilombo era yo. La ilusión de sentirse solo: la pretensión de sentirse especial. Qué pavada.
Cuando tenía 17 también creía que las amistades eran para siempre, que el amor era para siempre, que la vida era para siempre. Ahora sé que no, y hay algo tranquilizador en estar equivocada. Pero al mismo tiempo hay algo imperfecto y abandonado y roto que viene siempre conmigo y que cada vez que vuelvo al barrio me recuerda que sí, que acá también estoy en casa.


domingo, 24 de julio de 2011

Downgrade

El pibe que se parece a Thom Yorke tiene novia. Los vi juntos en el bondi, mientras él sacaba boleto y ella elegía los asientos. Se sientan uno al lado del otro (ella va en el de la ventana) y el gordito sidekick va atrás. Pobre, el gordito sidekick se transformó en el hijo del matrimonio anterior y sus anécdotas de gerentes y decisiones corporativas de último momento ya no tienen tan buena recepción. Pero él persevera, es lo que mejor sabe hacer.

El pibe que se parece a Thom Yorke ahora que tiene novia sonríe y no se parece tanto a Thom Yorke. Conserva la blondez desabrida, pero le suma una sonrisa boludota que lo hace más parecido a Jack Johnson. Y sí, el amor te hace mierda, qué querés.

sábado, 16 de julio de 2011

The road not taken

A @hardtore, mi copiloto preferido en los naufragios


Me ibas a invitar a tomar algo. Vos ibas a pedir un café con leche y yo un té con limón. “Pero limón en serio, no me vas a traer Minerva que te lo devuelvo”, le iba a aclarar yo a la moza, que iba a ser una niña en sus primeros veinte, con modales rudos y pretensiones de diseñadora gráfica o actriz de cine. Mientras nos traían el pedido, seguro te iba a hablar de mis gatos pero no mucho para no aburrirte y te iba a matar a preguntas sobre esa mitad de tu vida que ya pasó y que no conozco porque no estuve ahí. En algún momento nos íbamos a encontrar con un silencio incómodo pero me lo iba a bancar como una dama porque ya estoy grande y porque lo iba a aprovechar para mirarte un poco las manos, un poco a la boca. Sí, la boca un poco bastante. Tal vez me acomodaras la silla o me ayudaras a ponerme el tapado o me abrieras la puerta, tal vez tuvieras alguno de esos gestos anticuados que yo iba a comentar después entre risueña y sorprendida con alguna amiga.

Íbamos a ir al cine, a ver alguna de Woody Allen, la dosis de cultura light necesaria para poder jugar al análisis intelectual después, más desde el sentido común que desde el posgrado en filosofía. Nos íbamos a rozar los brazos entre las butacas, tal vez las manos. Nos íbamos a hablar al oído, a mirarnos a los ojos en la penumbra, íbamos a encontrar el perfume en el cuello del otro. A la salida, el argumento de la peli nos iba a dar la excusa para hablar de la vida, de otras gentes, tal vez de alguna historia de amor fallida del pasado, que íbamos a transformar en una anécdota graciosa para hacernos los superados. Posiblemente hiciera frío y me acompañaras hasta la parada del bondi o hasta una esquina a tomar un taxi. Posiblemente el frío te diera una excusa para abrazarme. Y se iba a sentir bien, conocido, como si ya nos hubiéramos abrazado en otras vidas, en otros tiempos, siendo otros pero los mismos. Nuestras bocas se iban a rozar de a poquito y me ibas a besar como pidiendo permiso y yo iba a sentir que salía el sol, que llegaba la primavera, que una bandada de palomas inundaba el cielo, que sonaba una big band, que cambiaban las mareas, algo de todo eso o todo eso junto. Iba a estar bueno.

Te ibas a reír de mis chistes, de mis arranques de ira de uno a cien en un segundo, y sin darte cuenta ibas a encontrar extrañamente atractivo mi timbre de voz agudo sin agudos, mi inglés a media lengua de sitcoms, mis palabras sueltas y mal aprendidas en ucraniano, mi fascinación por la ortografía y los vampiros, mis citas a Solari, mis puteadas, mis pelos de colores y mis zapatillas agujereadas. Yo iba a escuchar todos los discos de tus bandas favoritas, iba a aceptar que me prestaras alguna novela de ciencia ficción que te haya fascinado mucho y que después me iba a dar paja leer, iba a prestar atención a tus anécdotas del colegio, de partidos de fútbol cinco, de tu infancia en algún barrio medio pelo del Oeste hoy venido a menos gracias a los periodistas de Policiales. Nos íbamos a contar esa parte de los noventa en la que fuimos a ver bandas todos los fines de semana y tomamos birras en esquinas y viajamos distancias ridículas en micros ilegales a ver shows en tugurios más ilegales aún, mosaicos de una época inocente a la que todavía no habían llegado los muertos ni los certificados de habilitación.

Un día nos íbamos a despertar abrazados sin poder recordar cómo era dormir solos, un día los planes iban a empezar a ser de a dos y los llantos del otro, nuestros llantos. Una tarde de mates interminables te iba a contar sobre Padre y me ibas a prometer que nada más así me iba a pasar y me ibas a curar con abrazos. Un día nos íbamos a dar cuenta de que nos entendíamos y le íbamos a hacer un lugar definitivo al otro, no en un cajón, no en la agenda, un lugar de verdad en esos quilombitos particulares que llamamos vida. Un día íbamos a decir nosotros y hasta, capaz, en una de esas, se iba a parecer al amor. Pero todo eso iba a pasar si me mirabas, si por un segundo levantabas la vista de tus pies o de tu ombligo y de verdad me mirabas, si dejabas de esconderte en tus inseguridades como el linyera que se tapa con diarios cuando duerme en un banco de plaza, como el que usa lentes negros, como el que cuelga el diploma en la pared. Pero ahora te quedás ahí con tu ombligo y tus zapatos, con tus lentes de sol y tus saberes, con tu tarima de cartón pintado y te perdés una buena historia que contarles a tus nietos, esos que vas a tener con otra.

Chau, querido, que te vaya bien, eh. Te juro que habría estado bueno.

sábado, 2 de julio de 2011

Soltar

Ah, el mágico instante en el que dos personas llevan un tiempo discutiendo acaloradas y una le dice a la otra "y sí, visto así, la verdad que tenés razón", mientras por dentro piensa "curtite, forro".

Bendita sea la dignidad del abandono, esa victoria moral del que cede y se libera de aquello que le consumía demasiado tiempo y demasiado esfuerzo.

Bendito el que se permite límites y dice hasta acá llegué, hasta acá dí, para vos no tengo más.

Bendito ese rapto de lucidez que nos permite entender que hay que dejar ir las cosas (y los sentimientos y las ideas y las personas) para que vuelvan o -tanto mejor- para que vengan nuevas.

Y bendita la certeza de que ni un ápice más de nuestro pensamiento se irá en eso que nos malgasta el alma.

Ah, el maravilloso momento de soltar. Y soltarse. Y repetir como un mantra: "Curtite, forro. Y vos, y vos, y vos y vos también. Cúrtanse todos. Que si esto no es la paz, se le parece bastante".

domingo, 19 de junio de 2011

Padre (desde lejos, pero no tanto)

1 Cuando tenía cuatro o cinco años y estábamos de vacaciones en la Costa, Padre me enseñó a andar a caballo. A partir de ahí, toda mi infancia es un verano al galope por las calles de tierra que salen a la Interbalnearia. También me enseñó a dibujarlos, como había aprendido él de mi abuelo. Y yo, que no soy muy dada para las artes plásticas, creo que es lo único que puedo dibujar hoy en día con un poco de decencia.

2 Antes de terminar el jardín de infantes, Padre también se empeñó en que aprendiera a leer y me hacía practicar con los titulares de la tapa de los diarios, que por esa época iban todos dedicados a Alfonsín. Dos décadas después, conseguí laburo de periodista y desde entonces me gano la vida con las palabras. Coincidence is just God in sunglasses, dicen.


3 En casa desde siempre desfilaron perros -nuestros y prestados-, gatos, una tortuga, gallinas, palomas, un conejo y hasta un chanchito de la India. Cada vez que caía un animal nuevo, se repetían las puteadas típicas -que quién le va a dar de comer, quién va a limpiar, quién lo va a cuidar si se enferma-, pero con malhumor o no, los bichos se quedaban y no importa cuán apretados estuviéramos, nunca les faltaban mimos, ni abrigo ni comida. A mí me gustaba mucho eso de mi casa, creo que había algo de nobleza ahí. Y algo que siempre me llamó la atención es que Padre nunca le tuvo miedo a ningún perro. A ningún animal en general, pero lo de los perros merece un capítulo aparte. Fuéramos donde fuéramos, Padre se encontraba con un perro, lo agarraba del hocico, lo sacudía, y el bicho enseguida entendía que estaban jugando y que estaba todo bien. No sé bien cómo hace, a veces creo que maneja un idioma secreto que sólo él y los ropes entienden.

4 Cuando era chica, era común que Padre no me dejara a ir a fiestas o salidas colectivas con mis compañeritos de colegio. Tendría yo diez o doce años y en ese momento me horrorizaba la idea de que todos se rieran de mí, de que me tuvieran lástima, de ser la rara. Hoy recién entiendo que esos rechazos a “lo que hacen todos” no eran sólo un capricho autoritario ni una lección de disciplina, sino algo mucho más importante: eran una muestra contundente del valor del no. Mientras yo lloriqueaba porque “todos van a ir a comer a Pumper Nic y cómo puede ser que yo no”, Padre me estaba mostrando en mis narices cómo cagarse en las convenciones y en las expectativas de los otros. Con cada “no” a esas pelotudeces que ya ni recuerdo que hacían los todos que ya tampoco recuerdo, mi viejo me estaba enseñando a ser libre mientras los otros comían hamburguesas. La pedagogía, como dios, obra de maneras misteriosas.

5 Otra cosa que aprendí de Padre es a desconfiar de los uniformes y de las sotanas. Tenemos en claro que nada bueno puede esperarse de aquellos que gustan de recibir órdenes, besar culos y escalar posiciones a fuerza de agachar la cabeza y decir que sí.

6 En todas las fotos de mi infancia que tengo con Padre estoy a) en el mar, b) andando a caballo, c) jugando a la pelota o d) aprendiendo a hacer algo útil por la casa: en una revoco una pared, en otra pinto una mesa, en otra no tengo más de dos años y estoy en su taller cargando una llave que es casi tan larga como yo. Padre nunca me dejó afuera de nada de lo que hacía y jamás le dio bola a esa pelotudez de que hay cosas de nenas y de nenes. Me hizo los muebles de las casitas de mis barbies y me enseñó a jugar al pool. Me pidió ayuda mil veces para purgarle los frenos a un auto, me llevó a conocer la sala de máquinas de un barco, me compró mi primera guitarra y mis primeros discos y fue él -sí, este señor mecánico/construye casas/arregla todo-, el que me ayudó a teñirme por primera vez el pelo para que me quedara prolijo.

7 En resumen, lo que te quería contar hoy es que Padre me enseñó que el amor no es darle al otro lo que quiere, sino lo que de verdad necesita. Me lo enseñó con el ejemplo, de a poquito, todos los días. Me lo enseñó, a veces, a pesar de mí. Y yo también, de a poquito, todos los días, y a pesar de muchas cosas, trato de hacer los deberes y de no ser tan mala discípula.

miércoles, 15 de junio de 2011

Cosas que escribo atrás de un recibo de sueldo (éramos tan pobres)

Sube al bondi un pibe que se parece a Thom Yorke: zapatillas Nike un poco sucias, el típico look desprolijo-prolijo de Palermo y una blondez nihilista, mezcla de timidez y depresión de adolescente tardío clase media acomodada. El pibe que se parece a Thom Yorke viene con un gordito cuarentón que tries so hard, sonríe mucho, habla fuerte, se esfuerza en serio por ser un sidekick digno. La tiene difícil el gordito, te digo.

En mis auriculares Mollo canta algo así como que le duele la cultura y no sé si de verdad lo canta o yo me lo imagino porque los auris estos nunca me dejan a gamba pero me escatiman fiero los graves y la mitad del tema se me pierde por eso y por los gritos del gordito sidekick que no para de decir la palabra gerente. Me acuerdo de la época en que mis anécdotas también tenían como protagonistas a gerentes y nos tengo lástima a los dos.

Y no sé si es que tengo hambre o sueño o frío o años, pero me hincha un poco las bolas Mollo y su conciencia social, me joden las letras que dicen medios y dicen cultura y se preocupan por el mundo que les dejaremos a nuestros hijos. Dale, Mollo, son las once y media de la noche y vengo de laburar como una mula, dame rock.

Dame un 38 cargado y un despelote en el toilette de damas por las miniaturas de un pavote. Dame promesas que no vas a cumplir y seamos jóvenes y hermosos aunque sea mientras dure el viaje en bondi, que para gerentes ya lo tengo al gordito y para tristeza ya lo tengo al pibe que se parece a Thom Yorke. Y para pensar de más ya me tengo a mí, y a mí me tengo las 25 horas del día, sabés. Y encima se viene una tormenta. Así que dale, Ricardo, metele a la guitarrita y no me rompas más las pelotas.

viernes, 10 de junio de 2011

Vidas paralelas

Inspirado en Con glamour

Te recibís con honores de Licenciada en Relaciones Públicas en una privada y gracias a la bolsa de trabajo de la facultad, conseguís laburo en una consultora. Usás aritos de perla, trajecitos sastre y zapatos de temporada y tenés el pelo super lacio porque te lo planchás todas las mañanas. Sonreís, sonreís y sonreís. Un día te ofrecen un puesto mejor en una multinacional y de a poco vas ascendiendo hasta ser directora de Comunicación. Tus colegas en el rubro te admiran por tu capacidad y compromiso pero también juegan apuestas para ver a quién te curtiste para conseguir el cargo. Te la pasás haciendo dieta y llamás todos los días a tu mamá. Vivís sola en un departamento y creés que a los tipos les espanta la imagen de mujer independiente y profesional y todas las noches te dormís llorando porque ya cumpliste 35, el tiempo pasa y no tenés hijos.


Te cortás el pelo bien corto y te teñís de platinado. Te cambiás el nombre a Marlene y te vas a vivir a Ibiza. Laburás de camarera pero decís que en realidad es temporario porque sos actriz. El dueño del bar te tiene un poco de lástima y te alquila el altillo para que vivas ahí y todas las noches invitás a dormir a un tipo distinto. Todos son turistas. No tenés mucho de qué hablarles porque todo lo que hacés es atender el bar, pero no importa porque en general tampoco les entendés el idioma. Cenás pastillas y desayunás tequila hasta que un día cumplís cuarenta y te das cuenta de que se te cayó el culo, te salieron arrugas y los tipos ya no te miran. Te volvés resentida y amarga y seguís limpiando vómito en los baños hasta el fin de tus días. Te morís en un accidente de autos y nadie reclama el cuerpo.

Terminás el secundario y conseguís trabajo de secretaria de un estudio jurídico cerca de tu casa. Es un lugar chiquito, pero la plata te alcanza para darte algunos gustos y te parece bien no tener que viajar al centro. Te ponés a salir con el vecino de la vuelta, ese que conocés desde niño porque jugaban en la calle juntos e iban al mismo colegio. Al año se comprometen y seis meses después se casan. Él trabaja con el auto -a veces haciendo repartos, a veces de remís- y de a poco van ahorrando para dejar de alquilar y construirse una casita en el fondo de lo de tus viejos. Quedás embarazada y dejás el laburo en el estudio para poder atender a tu futuro hijo y ocuparte de la casa. Después tienen otro hijo y otro y otro más. A vos te encantan los chicos y los mirás crecer embelesada. El día más feliz de tu vida es cuando te enterás de que vas a ser abuela.

Renunciás a tu laburo de periodista y te ponés a dar clases de audioperceptiva en tu casa. Te sabés el Hindemith de memoria, ganás un tercio de lo que ganabas antes y trabajás el triple de horas. A veces la aventura de la independencia se te hace cuesta arriba y extrañás la comodidad del sueldo fijo del 1 al 5, la obra social y los aportes. A veces te acordás de todo lo que puteabas y de lo poco que servís para recibir órdenes y te felicitás por tu decisión. De a ratos asumís que te gusta la docencia y que si lograste cambiarle un poquito la vida a alguien te quedás contenta. “No tienen que ser todos, no tiene que ser todo el tiempo -te decís-. Con que pueda ayudar a una persona un día, una vez, es suficiente”. Nunca sabés si tomaste la decisión correcta, pero toda esa incertidumbre te garpa más que la certeza de estar muriéndote de a poco abajo de los tubos fluorescentes y el aire acondicionado de la redacción.

martes, 31 de mayo de 2011

La vida en estado de videoclip

Luca canta Beautiful losers cuando estoy sentada en el piso en Plaza Lavalle fumándome un atado entero de Parisien y nadie me espera y no tengo ningún lugar mejor adónde ir. Es un martes, tengo unos 17 y en la plaza hay mucho sol, oficinistas con trajes baratos y un linyera con un perro. Tengo el pelo larguísimo y uso una boina de lana.

Suena Estadio Azteca de Calamaro -tengo la idea de que está en repeat- y me beso con un tipo diez años mayor en su departamento de soltero, mientras engaño a mi primer novio de muchos años, un mes antes de que me deje sin demasiado dramatismo. Estoy en mis early twenties y el señor grande me habla de hacer viajes juntos y de hijos y a mí se me paran todos los pelos de los brazos del espanto y también lo dejo. Pasan casi diez años y sus propuestas de viajes y de hijos me siguen pareciendo igual de delirantes.

La mañana de mi cumpleaños número 15 estoy en la cocina de mi casa desayunando con Amor malvón de IKV. El asunto de la fiestita me parece igual de violento que los gritos de Spinetta y Horvilleur, pero decidí tomármelo con condescendencia hacia mis padres porque soy hija única y eso es lo que los hijos únicos hacemos: lidiamos con nuestros padres solos y condescendemos. A la noche voy a entrar al salón y la voz de lija de Keith Richards va a cantar The worst y yo voy a pedir para mis adentros que toda esta pelotudez termine pronto para poder sacarme los zapatos.

El segundo disco de Coldplay pasa entero mientras estoy en la casa del cantante de una banda en la que ya no toco pero con el que nos guardamos cariño y lo sigo visitando. Los dos tenemos el corazón roto y nos pasamos toda una tarde abrazados como náufragos, sin hablar.

Tarea fina está en mis auriculares el día en que termino el secundario. En la puerta del colegio, un compañero me dice que, por recibirse, su viejo le regaló veinte pesos y un papel. El pibe me lo cuenta con cara de nada y le devuelvo una mueca. Nos miramos por unos segundos, en nuestros uniformes apolillados de colegio privado medio pelo de provincia, y ninguno de los dos entiende bien. Creo que en un flashazo podemos anticipar que nada de todo eso importa y que en unos años más la vida nos va a pasar por encima.

Todos los resúmenes de la facultad
tienen gusto a mate con sacarina, suenan a la música sacra de Vivaldi y los hice tirada en la cama de una habitación chiquitita, azul y fría. Algunos momentos de descanso suenan al Estudio revolucionario de Chopin, a la Pavana para una infanta difunta de Ravel, a La niña de los cabellos de lino de Debussy y a las suites para cello de Bach.

Hay un fin de semana largo de mi adolescencia, un fin de semana que dura como un año, que lo paso en pijama encerrada en mi pieza. Leo de a pedazos el Libro del Desasosiego de Fernando Pessoa, un poco que lloro, y pongo Sangrando o Perros, perros y perros de Los Caballeros de la Quema. El volumen es tan fuerte que hace saltar el CD.

Arranca Rock´n´roll yo y un pibe con el que llevo mínimo unas cinco salidas me hace todo un análisis de situación que termina en la pregunta de cuán conveniente es o no darme un beso. Aún hoy coincidimos en que es el peor chamuyo de la historia, pero decírselo en ese momento implica tener que seguir tomando cafés hasta que se le ocurra uno mejor. Quizás en otras cinco salidas, cuando ya estemos al borde de la úlcera. Lo miro y tiene manos de nene grande y los ojos más lindos del mundo, así que le perdono la falta de coraje y en el medio de todo Jakob Dylan canta Three Marlenas y nos echan del boliche porque ya amaneció y están cerrando.

Todas las siestas del mundo tienen de fondo -bajito- a Beyond the Missouri sky, de Metheny/Haden. Absolutamente todas.

Me rateo del colegio y paso por el estacionamiento del hospital y agarro un gatito. Un remisero se copa en llevarme hasta Pablo Podestá y le caigo a un amigo pianista en la casa. Pasamos toda la tarde encerrados con el gato en el altillo escuchando Bajo Belgrano de Spinetta Jade y algo de jazz de la banda en la que toca. Me acompaña de vuelta a mi casa y nos llevamos al gato en el 169 escondido en una mochila. Es amarillo, se va a llamar Luca y va a desaparecer unos meses después de que yo me vaya de casa. No me lo van a contar hasta después de quince días y lo voy a llorar mucho.

Algunos años están borrosos, en mute. Estoy tan rota que no puedo escuchar nada, tengo tanto ruido adentro que no lo aguanto. Tengo 24 y voy a visitar a Padre a un siquiátrico y uno de los internados -un pendejo tumba que se hizo admitir bajo consejo de un abogado para zafar de la Justicia- pone cumbia en un radiograbador baqueta que satura y el sonido rebota en las chapas del techo del patio. Creo que unos meses después escucho Indie rock and roll de los Killers y un poco me repongo.

Después de mucho tiempo, por fin me voy de vacaciones a un caserón en la Costa con mi novio. Suena Richard Hawley. El disco salta. Es de noche. Hace poco vimos The Shining y no paramos de pensar en la soledad, en la locura y en la muerte. Todo -el silencio, las sombras, la luz de la luna- nos parece muy siniestro. Sacamos el disco y nunca nunca más lo volvemos a poner.

Tengo siete años y le pido a mi viejo que me compre un cassette de los Cadillacs. Estamos en una disquería del centro, por Florida, y mi viejo -que es mecánico y empirista y no entiende absolutamente nada de música ni de arte en general- me compra Yo te avisé y El ritmo mundial. Él no lo sabe, pero está creando un monstruo. Siete años después voy a empezar a estudiar en el conservatorio y me va a putear por jipi, por sucia y por vaga.

Trabajo como secretaria del gerente general de una empresa y todos los días cerca de la 1 en Fm Fonito pasan Calavera de La mancha de Rolando. A mí la banda me parece una mierda pero el tema me cae re buena onda, así que estoy ahí sentada frente al teléfono con mi pollerita y mis tacos y cuando finalmente suena, lo tomo como un regalo personal, dejo todo lo que estoy haciendo y canto. Seguro muevo un poco la cabeza o sacudo la patita.

Todos los viajes en tren suenan a Lou Reed. Este viene con Romeo had Juliette y estoy volviendo de Retiro a San Martín en el Mitre. Anochece y voy terminando el último capítulo de Mala onda del chileno Fuguet pero saco un poco la cabeza por la ventanilla y me pega el viento y hay como un poco de épica en todo eso, así que decido que no necesito seguir leyendo, que es así como termina el libro: sacando la cabeza por la ventanilla del tren para que el viento me pegue en la cara.

Suena Aladelta de Divididos, ahora en vivo, los 90 todavía no terminaron y estoy en el medio de un pogo en el Marquee o en Flight City y un pibe que aparece de entre la marea transpirada me agarra de los brazos, me mira fijo a los ojos y me dice “la chica en el cielo todo el tiempo sos vos”. Le sonrío con todos los dientes, le agradezco inclinando la cabeza y así como llegó, vuelve a irse. Esa noche y todas las que le siguen para siempre me duermo convencida de que sí, de que soy.

sábado, 28 de mayo de 2011

Timidez

Es que soy tímido, me dice el tipo que veinte minutos antes rodaba como un poseso por el piso del escenario. Dice que le preocupa que el tema de rodar por el piso y sacudir un poco la melena haga que sus alumnos le pierdan el respeto en horarios de oficina. Me lo dice dos veces, y empiezo a pensar que le preocupa en serio y no just for making conversation.


Trato de explicarle que hacer cosas que nos gustan y hacerlas bien debieran ser credenciales suficientes, pero no me cree. Me agradece, pero en el fondo no me cree. Quiero insistir, pero tampoco es cuestión de que lo tome como una tirada de flores berreta, y la dejo pasar. Ahora explicame vos cómo perderle el respeto a la pasión, si es lo único que nos levanta de la cama cuando al mundo se le acaba la rosca. Explicame cómo hacer para no contagiarse de esa cosquilla en el pecho, de ese momento en el que el que se conmueve te conmueve y todos somos invencibles por un rato. Ves, no hay caso.


El tipo insiste en que es tímido pero por más que miro y miro, yo no veo timidez at all. Veo un señor de sonrisa transparente, de esos que mis gatos dejarían pasar a casa sin problemas y les dormirían a los pies. La de los gatos es una aduana que funciona perfecto: te aman, te odian o te ignoran y es todo lo que necesito saber.


Ahora en escena un pibe canta Lithium pero no le pega a una puta nota. No, nene, Lithium no. Si vas a hacer mierda un tema de Nirvana que sea, no sé, Tourette´s, que si desafinás a quién carajo le importa. Empiezo una pelea interior contra mi prerrogativa rockera de quedarme a ver lo que hacen otros en las fecha compartidas, pero los pifies me duelen en el cuerpo. La nazi de la técnica le gana fulero a la optimista solidaria y me voy.


Salgo a Cabildo, me tiro en un taxi y el taxista me cuenta los histeriqueos de su última conquista. “No sabés lo que me pasó hoy”, arranca y se ve que es uno de esos días en los que ando con el cartel de “te escucho” en la frente y nunca me entero. El viaje es corto, pero el tipo me tiene de rehén por el retrovisor y yo de vez en cuando meto un ajá o un sí claro para no sentirme tan violada. “El tema de los límites es jodido”, tiro a modo de conclusión y casi que me estoy hablando a mí misma. El tachero no caza la onda divanera ni ahí. Me bajo.


Ya casi no quedan de esas voces, hablo sola mientras pijameo con el té en la mano. Voces que te envuelvan, que te fascinen como a las cobras encantadas. El tipo que dice que es tímido tiene una de esas voces. El tipo canta intenso y feroz y hay algo en eso tan primitivo y peligroso como el fuego, que seduce pero que obliga a tomar distancia, por las dudas. Termino el té y me voy a dormir, pero antes pienso en el tipo que dice que es tímido y en que me gustaría prestarle mis ojos un rato para que se vea y nunca más vuelva a dudar.

viernes, 13 de mayo de 2011

Princesas (una de nenas)

Ofelia me mira de reojo y se sube a la silla de mimbre del patio. Debería decir que salta, pero lo cierto es que es liviana como una pelusita y así como las hojas se desprenden y bajan de los árboles flotando, así, con la misma irreverencia, Ofelia llega suspendida hasta la silla de mimbre. Su silla. Y juraría que, en ese ingrávido mientras tanto, el mundo un poco que se detiene.

Todo acá es suyo. Ofelia tiene un caserón antiguo en algún barrio lunfardo, esos de techos altísimos y ventanas de vidrios repartidos. Ofelia compite con la aristocracia francesa de la arquitectura, pero casi por lástima, porque le gana a ciegas en arrogancia y encanto.

Ofelia es una gata pispireta, los ojos perfectamente delineados y una gracia que envidian todas las bailarinas del mundo.

Ofelia es la dueña de la casa y pone límites. La puedo tocar, pero no mucho, le puedo hacer mimos pero sólo cuando ella quiere. La puedo mirar pasearse por el patio, pero ni loca entrar al living. A su living, no.

Ofelia es bella y grácil, difícil y conmovedora y comparte su caserón antiguo con Artura.

Artura también es bella y grácil y encantadora y fatal, y camina por ahí como flotando y cruza el mundo como si no hubiera barrera lo suficientemente alta para detenerla. A veces parece una nena de cinco años y es frágil como una hoja y a veces tiene como mil y es capaz de encender todos los fuegos del universo con los ojos.

Artura, como Ofelia, también te gruñe si te acercás demasiado. Es que las dos saben con abrumadora lucidez que son criaturas maravillosas y que el resto del mundo es hostil y está roto y tienen miedo. Pero no te preocupes: es cuestión de tenerles paciencia y dejarles la mano siempre tendida. Te juro que al final vale la pena.

viernes, 15 de abril de 2011

Switch


La importancia de las cosas no es una cuestión de grado. No hay cosas que importan y cosas que importan menos y cosas que importan casi nada y cosas que no importan, no. Hay una o la otra. Todo bien con los grises que le quedan bárbaro a los inspectores de tránsito de provincia, pero acá no.

A veces hay cosas que importan y de un día para otro, con razones o sin, dejan de importar. O viceversa, hay cosas que de repente y sin mediar explicación alguna, se hacen con el puesto uno de nuestras (pre)ocupaciones. Cualquiera sea el caso, el cambio hay que hacerlo con un interruptor. Te importa, no te importa más. O al revés.

Cualquier otra cosa que pase en el medio -que te importe poco, que te acuerdes a veces, que lo estés meditando- es una pérdida de energía inútil y no sólo te hace mal a vos sino que puede conducir a la entropía y a la muerte térmica del universo (ponele). Así que ya sabés, es como sacarse una curita: le das al switch y move on.

viernes, 1 de abril de 2011

Fragmentos de cartas que nunca voy a escribir III

Hoy te extraño especialmente. Extraño esa forma lisa que tenés de ir por la vida, extraño que no creas que el mundo te deba explicaciones. Si fuera brasileña (y lejos están de serlo mi piel transparente y mi apellido con demasiadas consonantes, pero soñar no cuesta nada) te diría que tengo saudade de esa especie de acuerdo tácito nuestro de no tener-que-hablar. No nos contamos cada segundo de nuestras vidas, no filosofamos, no debatimos, no nos ponemos al corriente. No somos esos.


Y no es que no me guste hablar con vos, no es que no sonría sola cada vez que me acuerdo de tus anécdotas de riñas callejeras o de cuando me enteré de que apilás las remeras ordenadas por color, la más oscura abajo, la más clara arriba. Pero no hay en eso ningún casillero que llenar, ningún deber de que la vida nos transcurra subtitulada. Puedo arriesgar sin jamás haberte preguntado que la sola idea del “tenemos que hablar” se te antoja tan o más vergonzante que la pereza o la falta de sentido del humor.


Como te decía, no sé si me harté, si me hartaron, pero son días en que todo este exceso discursivo me da náuseas. Todo se dice, se relata, se debate, se analiza, se explica. Capaz es el gremio, el viejo y nunca bien ponderado gremio, acostumbrado a comer de eso que se puede contar y a contar incluso lo que a veces no se puede, para comer. Capaz es la puta inseguridad, la tilinguería de andar siempre pendientes de lo que el otro piensa, siempre tratando de convencerlo para que diga lo que queremos escuchar o algo que, por lo menos, no haga daño.


La cosa es que de tantos “tenemos que hablar” y tantos “vamos a tomar un café así te cuento” tengo los ovarios por el piso. Me deprimen los show off monologueros y los argumentos de Polémica en el bar y quisiera que por una vez todos dejaran de hablar tanto y empezaran a decir algo. Y te extraño. Extraño que el silencio sea parte del código y no una incomodidad. Extraño que la cosa pase por otro lugar. Extraño la paz de saberte ahí, en algún lado del universo, y que vos me sepas. Y que a veces nuestros lados coincidan. Y listo.

jueves, 24 de marzo de 2011

Instrucciones para el hijo que no sé si tendré

La vida se trata de cosas que importan y cosas que no. Hay que tener por lo menos una cosa que importa. Puede ser una idea, un oficio o una persona, es lo mismo. Pero una hay que tener.

Cuando encuentres una cosa que importa –y quedate tranquilo que todos en algún momento la encontramos-, abrazala, ya sea una idea, un oficio o una persona. Pensá que nadie está seguro de si somos nosotros los que las elegimos o son ellas las que nos eligen, así que sentite honrado por la oportunidad y no la sueltes.

A las cosas que importan hay que darles todo. Y todo es TODO. Puede ser que sientas que te volvés loco, que se te estruja el corazón, que quieras llorar, que te enajenes, que no comas, que no duermas. Puede ser que, incluso, en algún momento hasta la odies desde lo más profundo de tu ser. Y está bien, porque así es como te das cuenta de que importan: porque no se merecen menos que eso.

Las cosas que no importan no se merecen nada, sean ideas, oficios o personas. Y hay que poner en ellas lo mínimo de uno posible. A veces se trata de asuntos necesarios, pero no te confundas: no por eso son importantes.

Y no le des bola a lo que te digan los maestros, los jefes, los líderes de opinión o los avisos publicitarios, la clave siempre es sacárselas de encima rápido y con el menor esfuerzo, porque si no te intoxicás. Y te morís, de a poquito, por dentro.