viernes, 13 de mayo de 2011

Princesas (una de nenas)

Ofelia me mira de reojo y se sube a la silla de mimbre del patio. Debería decir que salta, pero lo cierto es que es liviana como una pelusita y así como las hojas se desprenden y bajan de los árboles flotando, así, con la misma irreverencia, Ofelia llega suspendida hasta la silla de mimbre. Su silla. Y juraría que, en ese ingrávido mientras tanto, el mundo un poco que se detiene.

Todo acá es suyo. Ofelia tiene un caserón antiguo en algún barrio lunfardo, esos de techos altísimos y ventanas de vidrios repartidos. Ofelia compite con la aristocracia francesa de la arquitectura, pero casi por lástima, porque le gana a ciegas en arrogancia y encanto.

Ofelia es una gata pispireta, los ojos perfectamente delineados y una gracia que envidian todas las bailarinas del mundo.

Ofelia es la dueña de la casa y pone límites. La puedo tocar, pero no mucho, le puedo hacer mimos pero sólo cuando ella quiere. La puedo mirar pasearse por el patio, pero ni loca entrar al living. A su living, no.

Ofelia es bella y grácil, difícil y conmovedora y comparte su caserón antiguo con Artura.

Artura también es bella y grácil y encantadora y fatal, y camina por ahí como flotando y cruza el mundo como si no hubiera barrera lo suficientemente alta para detenerla. A veces parece una nena de cinco años y es frágil como una hoja y a veces tiene como mil y es capaz de encender todos los fuegos del universo con los ojos.

Artura, como Ofelia, también te gruñe si te acercás demasiado. Es que las dos saben con abrumadora lucidez que son criaturas maravillosas y que el resto del mundo es hostil y está roto y tienen miedo. Pero no te preocupes: es cuestión de tenerles paciencia y dejarles la mano siempre tendida. Te juro que al final vale la pena.

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