domingo, 19 de junio de 2011

Padre (desde lejos, pero no tanto)

1 Cuando tenía cuatro o cinco años y estábamos de vacaciones en la Costa, Padre me enseñó a andar a caballo. A partir de ahí, toda mi infancia es un verano al galope por las calles de tierra que salen a la Interbalnearia. También me enseñó a dibujarlos, como había aprendido él de mi abuelo. Y yo, que no soy muy dada para las artes plásticas, creo que es lo único que puedo dibujar hoy en día con un poco de decencia.

2 Antes de terminar el jardín de infantes, Padre también se empeñó en que aprendiera a leer y me hacía practicar con los titulares de la tapa de los diarios, que por esa época iban todos dedicados a Alfonsín. Dos décadas después, conseguí laburo de periodista y desde entonces me gano la vida con las palabras. Coincidence is just God in sunglasses, dicen.


3 En casa desde siempre desfilaron perros -nuestros y prestados-, gatos, una tortuga, gallinas, palomas, un conejo y hasta un chanchito de la India. Cada vez que caía un animal nuevo, se repetían las puteadas típicas -que quién le va a dar de comer, quién va a limpiar, quién lo va a cuidar si se enferma-, pero con malhumor o no, los bichos se quedaban y no importa cuán apretados estuviéramos, nunca les faltaban mimos, ni abrigo ni comida. A mí me gustaba mucho eso de mi casa, creo que había algo de nobleza ahí. Y algo que siempre me llamó la atención es que Padre nunca le tuvo miedo a ningún perro. A ningún animal en general, pero lo de los perros merece un capítulo aparte. Fuéramos donde fuéramos, Padre se encontraba con un perro, lo agarraba del hocico, lo sacudía, y el bicho enseguida entendía que estaban jugando y que estaba todo bien. No sé bien cómo hace, a veces creo que maneja un idioma secreto que sólo él y los ropes entienden.

4 Cuando era chica, era común que Padre no me dejara a ir a fiestas o salidas colectivas con mis compañeritos de colegio. Tendría yo diez o doce años y en ese momento me horrorizaba la idea de que todos se rieran de mí, de que me tuvieran lástima, de ser la rara. Hoy recién entiendo que esos rechazos a “lo que hacen todos” no eran sólo un capricho autoritario ni una lección de disciplina, sino algo mucho más importante: eran una muestra contundente del valor del no. Mientras yo lloriqueaba porque “todos van a ir a comer a Pumper Nic y cómo puede ser que yo no”, Padre me estaba mostrando en mis narices cómo cagarse en las convenciones y en las expectativas de los otros. Con cada “no” a esas pelotudeces que ya ni recuerdo que hacían los todos que ya tampoco recuerdo, mi viejo me estaba enseñando a ser libre mientras los otros comían hamburguesas. La pedagogía, como dios, obra de maneras misteriosas.

5 Otra cosa que aprendí de Padre es a desconfiar de los uniformes y de las sotanas. Tenemos en claro que nada bueno puede esperarse de aquellos que gustan de recibir órdenes, besar culos y escalar posiciones a fuerza de agachar la cabeza y decir que sí.

6 En todas las fotos de mi infancia que tengo con Padre estoy a) en el mar, b) andando a caballo, c) jugando a la pelota o d) aprendiendo a hacer algo útil por la casa: en una revoco una pared, en otra pinto una mesa, en otra no tengo más de dos años y estoy en su taller cargando una llave que es casi tan larga como yo. Padre nunca me dejó afuera de nada de lo que hacía y jamás le dio bola a esa pelotudez de que hay cosas de nenas y de nenes. Me hizo los muebles de las casitas de mis barbies y me enseñó a jugar al pool. Me pidió ayuda mil veces para purgarle los frenos a un auto, me llevó a conocer la sala de máquinas de un barco, me compró mi primera guitarra y mis primeros discos y fue él -sí, este señor mecánico/construye casas/arregla todo-, el que me ayudó a teñirme por primera vez el pelo para que me quedara prolijo.

7 En resumen, lo que te quería contar hoy es que Padre me enseñó que el amor no es darle al otro lo que quiere, sino lo que de verdad necesita. Me lo enseñó con el ejemplo, de a poquito, todos los días. Me lo enseñó, a veces, a pesar de mí. Y yo también, de a poquito, todos los días, y a pesar de muchas cosas, trato de hacer los deberes y de no ser tan mala discípula.

miércoles, 15 de junio de 2011

Cosas que escribo atrás de un recibo de sueldo (éramos tan pobres)

Sube al bondi un pibe que se parece a Thom Yorke: zapatillas Nike un poco sucias, el típico look desprolijo-prolijo de Palermo y una blondez nihilista, mezcla de timidez y depresión de adolescente tardío clase media acomodada. El pibe que se parece a Thom Yorke viene con un gordito cuarentón que tries so hard, sonríe mucho, habla fuerte, se esfuerza en serio por ser un sidekick digno. La tiene difícil el gordito, te digo.

En mis auriculares Mollo canta algo así como que le duele la cultura y no sé si de verdad lo canta o yo me lo imagino porque los auris estos nunca me dejan a gamba pero me escatiman fiero los graves y la mitad del tema se me pierde por eso y por los gritos del gordito sidekick que no para de decir la palabra gerente. Me acuerdo de la época en que mis anécdotas también tenían como protagonistas a gerentes y nos tengo lástima a los dos.

Y no sé si es que tengo hambre o sueño o frío o años, pero me hincha un poco las bolas Mollo y su conciencia social, me joden las letras que dicen medios y dicen cultura y se preocupan por el mundo que les dejaremos a nuestros hijos. Dale, Mollo, son las once y media de la noche y vengo de laburar como una mula, dame rock.

Dame un 38 cargado y un despelote en el toilette de damas por las miniaturas de un pavote. Dame promesas que no vas a cumplir y seamos jóvenes y hermosos aunque sea mientras dure el viaje en bondi, que para gerentes ya lo tengo al gordito y para tristeza ya lo tengo al pibe que se parece a Thom Yorke. Y para pensar de más ya me tengo a mí, y a mí me tengo las 25 horas del día, sabés. Y encima se viene una tormenta. Así que dale, Ricardo, metele a la guitarrita y no me rompas más las pelotas.

viernes, 10 de junio de 2011

Vidas paralelas

Inspirado en Con glamour

Te recibís con honores de Licenciada en Relaciones Públicas en una privada y gracias a la bolsa de trabajo de la facultad, conseguís laburo en una consultora. Usás aritos de perla, trajecitos sastre y zapatos de temporada y tenés el pelo super lacio porque te lo planchás todas las mañanas. Sonreís, sonreís y sonreís. Un día te ofrecen un puesto mejor en una multinacional y de a poco vas ascendiendo hasta ser directora de Comunicación. Tus colegas en el rubro te admiran por tu capacidad y compromiso pero también juegan apuestas para ver a quién te curtiste para conseguir el cargo. Te la pasás haciendo dieta y llamás todos los días a tu mamá. Vivís sola en un departamento y creés que a los tipos les espanta la imagen de mujer independiente y profesional y todas las noches te dormís llorando porque ya cumpliste 35, el tiempo pasa y no tenés hijos.


Te cortás el pelo bien corto y te teñís de platinado. Te cambiás el nombre a Marlene y te vas a vivir a Ibiza. Laburás de camarera pero decís que en realidad es temporario porque sos actriz. El dueño del bar te tiene un poco de lástima y te alquila el altillo para que vivas ahí y todas las noches invitás a dormir a un tipo distinto. Todos son turistas. No tenés mucho de qué hablarles porque todo lo que hacés es atender el bar, pero no importa porque en general tampoco les entendés el idioma. Cenás pastillas y desayunás tequila hasta que un día cumplís cuarenta y te das cuenta de que se te cayó el culo, te salieron arrugas y los tipos ya no te miran. Te volvés resentida y amarga y seguís limpiando vómito en los baños hasta el fin de tus días. Te morís en un accidente de autos y nadie reclama el cuerpo.

Terminás el secundario y conseguís trabajo de secretaria de un estudio jurídico cerca de tu casa. Es un lugar chiquito, pero la plata te alcanza para darte algunos gustos y te parece bien no tener que viajar al centro. Te ponés a salir con el vecino de la vuelta, ese que conocés desde niño porque jugaban en la calle juntos e iban al mismo colegio. Al año se comprometen y seis meses después se casan. Él trabaja con el auto -a veces haciendo repartos, a veces de remís- y de a poco van ahorrando para dejar de alquilar y construirse una casita en el fondo de lo de tus viejos. Quedás embarazada y dejás el laburo en el estudio para poder atender a tu futuro hijo y ocuparte de la casa. Después tienen otro hijo y otro y otro más. A vos te encantan los chicos y los mirás crecer embelesada. El día más feliz de tu vida es cuando te enterás de que vas a ser abuela.

Renunciás a tu laburo de periodista y te ponés a dar clases de audioperceptiva en tu casa. Te sabés el Hindemith de memoria, ganás un tercio de lo que ganabas antes y trabajás el triple de horas. A veces la aventura de la independencia se te hace cuesta arriba y extrañás la comodidad del sueldo fijo del 1 al 5, la obra social y los aportes. A veces te acordás de todo lo que puteabas y de lo poco que servís para recibir órdenes y te felicitás por tu decisión. De a ratos asumís que te gusta la docencia y que si lograste cambiarle un poquito la vida a alguien te quedás contenta. “No tienen que ser todos, no tiene que ser todo el tiempo -te decís-. Con que pueda ayudar a una persona un día, una vez, es suficiente”. Nunca sabés si tomaste la decisión correcta, pero toda esa incertidumbre te garpa más que la certeza de estar muriéndote de a poco abajo de los tubos fluorescentes y el aire acondicionado de la redacción.