domingo, 23 de octubre de 2011

Crónicas en bondi

Me doy cuenta de que estoy otra vez en el barrio cuando veo pasar a un pibe que toca la guitarrita, camina y silba una melodía que conozco y que quince minutos después en mi cabeza va a ser Veneno de La Renga y entonces no voy a saber si en realidad es de La Renga o de La Negra y me voy a dar cuenta de que los nombres de las bandas son anagramas y me voy a preguntar cómo es que no lo advertí antes y me voy a acordar de una tapa fotocopiada de un casette de La Negra –o de La Renga, porque ahora que son anagramas como que me da igual-, casette que nunca devolví y que no tengo ni puta idea de dónde puede estar y voy a tener 17 de vuelta por un rato y se me va a estrujar el corazón un poco.
Cuando tenía 17, creía que para cuando la veintena hubiese terminado, iba a tener todo resuelto. Andá a saber qué era ese “todo”, yo solamente creía en las posibilidades de resolución de las cosas a largo plazo, qué se yo.
Cuando tenía 17 estaba enamorada, capaz por primera vez, y pensaba que ese amor no se iba a terminar nunca y que, si se terminaba, no iba a volver nunca más y ya nada iba a tener sentido o algo parecido pero igual de dramático.
Cuando tenía 17 me sentía poco más que un erizo, un bicho feo sin mucha razón de ser en la naturaleza, y adiviná qué? También creía que esto con la edad se pasaba.
Cuando tenía 17 pensaba que la única que se sentía perdida e incómoda en todo este quilombo era yo. La ilusión de sentirse solo: la pretensión de sentirse especial. Qué pavada.
Cuando tenía 17 también creía que las amistades eran para siempre, que el amor era para siempre, que la vida era para siempre. Ahora sé que no, y hay algo tranquilizador en estar equivocada. Pero al mismo tiempo hay algo imperfecto y abandonado y roto que viene siempre conmigo y que cada vez que vuelvo al barrio me recuerda que sí, que acá también estoy en casa.