Cuando tenía 17, creía que para cuando la veintena hubiese terminado, iba a tener todo resuelto. Andá a saber qué era ese “todo”, yo solamente creía en las posibilidades de resolución de las cosas a largo plazo, qué se yo.
Cuando tenía 17 estaba enamorada, capaz por primera vez, y pensaba que ese amor no se iba a terminar nunca y que, si se terminaba, no iba a volver nunca más y ya nada iba a tener sentido o algo parecido pero igual de dramático.
Cuando tenía 17 me sentía poco más que un erizo, un bicho feo sin mucha razón de ser en la naturaleza, y adiviná qué? También creía que esto con la edad se pasaba.
Cuando tenía 17 pensaba que la única que se sentía perdida e incómoda en todo este quilombo era yo. La ilusión de sentirse solo: la pretensión de sentirse especial. Qué pavada.
Cuando tenía 17 también creía que las amistades eran para siempre, que el amor era para siempre, que la vida era para siempre. Ahora sé que no, y hay algo tranquilizador en estar equivocada. Pero al mismo tiempo hay algo imperfecto y abandonado y roto que viene siempre conmigo y que cada vez que vuelvo al barrio me recuerda que sí, que acá también estoy en casa.