lunes, 21 de mayo de 2012

Las muertes

Todavía me acuerdo de la primera vez que te moriste. Yo te había hecho una pregunta y mientras me contestabas, sufriste un ataque de insensibilidad fulminante y te caíste redondo adelante mío. Un poco me sorprendió, confieso, pero nadie en la habitación se sobresaltó demasiado -parece que era un trastorno crónico- y después de un rato de respirar hondo logré sobreponerme y me fui caminando despacio por la avenida. Era un martes de invierno al mediodía y había un sol chiquito y mucho viento.
Creo que a los dos meses te moriste de vuelta. Empezaste a agonizar justo para cuando me invitaste el café-que-nunca-vamos-a-tomar número setecientos cuarenta y tres y falleciste en total tranquilidad en un bar mientras te charlabas a una mina con novio y yo hacía tiempo escuchando una banda de blues del malo. Según me contaron, antes de cerrar un mozo se encontró tu cuerpo acodado en la barra, todavía con el vaso de cerveza tibia en la mano.
Dos semanas después resucitaste, pero te volviste a morir enseguida de un ataque de histeria. No me acuerdo los detalles, algo de unas minitas, féisbuk, risitas, pajas sin piel. La verdad es que esa vez traté de mantenerme lejos por miedo a que fuera contagioso.
La cuarta vez que te moriste estabas refritando el combo sexo, drogas y rocanrol y te agarró una sobredosis de cliché. La quinta fue de un brote de pendeviejismo. La sexta…la sexta ya no sé, pero creo que fueron los cafés no tomados los que se te cayeron encima todos juntos y te quemaron vivo.
La séptima te moriste de no llamar. La octava, de no asumir tus errores. La novena, de exceso de tirantez en los ruleros. La décima de no leer, de no mirar películas, de no escuchar música nueva, de no tener hambre en el alma. A partir de ahí dejé de contar y lo asumí. Te moriste y punto. Y te empecé a tratar como el fantasma que sos: de lejos y sin tomarte demasiado en serio.