martes, 31 de mayo de 2011

La vida en estado de videoclip

Luca canta Beautiful losers cuando estoy sentada en el piso en Plaza Lavalle fumándome un atado entero de Parisien y nadie me espera y no tengo ningún lugar mejor adónde ir. Es un martes, tengo unos 17 y en la plaza hay mucho sol, oficinistas con trajes baratos y un linyera con un perro. Tengo el pelo larguísimo y uso una boina de lana.

Suena Estadio Azteca de Calamaro -tengo la idea de que está en repeat- y me beso con un tipo diez años mayor en su departamento de soltero, mientras engaño a mi primer novio de muchos años, un mes antes de que me deje sin demasiado dramatismo. Estoy en mis early twenties y el señor grande me habla de hacer viajes juntos y de hijos y a mí se me paran todos los pelos de los brazos del espanto y también lo dejo. Pasan casi diez años y sus propuestas de viajes y de hijos me siguen pareciendo igual de delirantes.

La mañana de mi cumpleaños número 15 estoy en la cocina de mi casa desayunando con Amor malvón de IKV. El asunto de la fiestita me parece igual de violento que los gritos de Spinetta y Horvilleur, pero decidí tomármelo con condescendencia hacia mis padres porque soy hija única y eso es lo que los hijos únicos hacemos: lidiamos con nuestros padres solos y condescendemos. A la noche voy a entrar al salón y la voz de lija de Keith Richards va a cantar The worst y yo voy a pedir para mis adentros que toda esta pelotudez termine pronto para poder sacarme los zapatos.

El segundo disco de Coldplay pasa entero mientras estoy en la casa del cantante de una banda en la que ya no toco pero con el que nos guardamos cariño y lo sigo visitando. Los dos tenemos el corazón roto y nos pasamos toda una tarde abrazados como náufragos, sin hablar.

Tarea fina está en mis auriculares el día en que termino el secundario. En la puerta del colegio, un compañero me dice que, por recibirse, su viejo le regaló veinte pesos y un papel. El pibe me lo cuenta con cara de nada y le devuelvo una mueca. Nos miramos por unos segundos, en nuestros uniformes apolillados de colegio privado medio pelo de provincia, y ninguno de los dos entiende bien. Creo que en un flashazo podemos anticipar que nada de todo eso importa y que en unos años más la vida nos va a pasar por encima.

Todos los resúmenes de la facultad
tienen gusto a mate con sacarina, suenan a la música sacra de Vivaldi y los hice tirada en la cama de una habitación chiquitita, azul y fría. Algunos momentos de descanso suenan al Estudio revolucionario de Chopin, a la Pavana para una infanta difunta de Ravel, a La niña de los cabellos de lino de Debussy y a las suites para cello de Bach.

Hay un fin de semana largo de mi adolescencia, un fin de semana que dura como un año, que lo paso en pijama encerrada en mi pieza. Leo de a pedazos el Libro del Desasosiego de Fernando Pessoa, un poco que lloro, y pongo Sangrando o Perros, perros y perros de Los Caballeros de la Quema. El volumen es tan fuerte que hace saltar el CD.

Arranca Rock´n´roll yo y un pibe con el que llevo mínimo unas cinco salidas me hace todo un análisis de situación que termina en la pregunta de cuán conveniente es o no darme un beso. Aún hoy coincidimos en que es el peor chamuyo de la historia, pero decírselo en ese momento implica tener que seguir tomando cafés hasta que se le ocurra uno mejor. Quizás en otras cinco salidas, cuando ya estemos al borde de la úlcera. Lo miro y tiene manos de nene grande y los ojos más lindos del mundo, así que le perdono la falta de coraje y en el medio de todo Jakob Dylan canta Three Marlenas y nos echan del boliche porque ya amaneció y están cerrando.

Todas las siestas del mundo tienen de fondo -bajito- a Beyond the Missouri sky, de Metheny/Haden. Absolutamente todas.

Me rateo del colegio y paso por el estacionamiento del hospital y agarro un gatito. Un remisero se copa en llevarme hasta Pablo Podestá y le caigo a un amigo pianista en la casa. Pasamos toda la tarde encerrados con el gato en el altillo escuchando Bajo Belgrano de Spinetta Jade y algo de jazz de la banda en la que toca. Me acompaña de vuelta a mi casa y nos llevamos al gato en el 169 escondido en una mochila. Es amarillo, se va a llamar Luca y va a desaparecer unos meses después de que yo me vaya de casa. No me lo van a contar hasta después de quince días y lo voy a llorar mucho.

Algunos años están borrosos, en mute. Estoy tan rota que no puedo escuchar nada, tengo tanto ruido adentro que no lo aguanto. Tengo 24 y voy a visitar a Padre a un siquiátrico y uno de los internados -un pendejo tumba que se hizo admitir bajo consejo de un abogado para zafar de la Justicia- pone cumbia en un radiograbador baqueta que satura y el sonido rebota en las chapas del techo del patio. Creo que unos meses después escucho Indie rock and roll de los Killers y un poco me repongo.

Después de mucho tiempo, por fin me voy de vacaciones a un caserón en la Costa con mi novio. Suena Richard Hawley. El disco salta. Es de noche. Hace poco vimos The Shining y no paramos de pensar en la soledad, en la locura y en la muerte. Todo -el silencio, las sombras, la luz de la luna- nos parece muy siniestro. Sacamos el disco y nunca nunca más lo volvemos a poner.

Tengo siete años y le pido a mi viejo que me compre un cassette de los Cadillacs. Estamos en una disquería del centro, por Florida, y mi viejo -que es mecánico y empirista y no entiende absolutamente nada de música ni de arte en general- me compra Yo te avisé y El ritmo mundial. Él no lo sabe, pero está creando un monstruo. Siete años después voy a empezar a estudiar en el conservatorio y me va a putear por jipi, por sucia y por vaga.

Trabajo como secretaria del gerente general de una empresa y todos los días cerca de la 1 en Fm Fonito pasan Calavera de La mancha de Rolando. A mí la banda me parece una mierda pero el tema me cae re buena onda, así que estoy ahí sentada frente al teléfono con mi pollerita y mis tacos y cuando finalmente suena, lo tomo como un regalo personal, dejo todo lo que estoy haciendo y canto. Seguro muevo un poco la cabeza o sacudo la patita.

Todos los viajes en tren suenan a Lou Reed. Este viene con Romeo had Juliette y estoy volviendo de Retiro a San Martín en el Mitre. Anochece y voy terminando el último capítulo de Mala onda del chileno Fuguet pero saco un poco la cabeza por la ventanilla y me pega el viento y hay como un poco de épica en todo eso, así que decido que no necesito seguir leyendo, que es así como termina el libro: sacando la cabeza por la ventanilla del tren para que el viento me pegue en la cara.

Suena Aladelta de Divididos, ahora en vivo, los 90 todavía no terminaron y estoy en el medio de un pogo en el Marquee o en Flight City y un pibe que aparece de entre la marea transpirada me agarra de los brazos, me mira fijo a los ojos y me dice “la chica en el cielo todo el tiempo sos vos”. Le sonrío con todos los dientes, le agradezco inclinando la cabeza y así como llegó, vuelve a irse. Esa noche y todas las que le siguen para siempre me duermo convencida de que sí, de que soy.

sábado, 28 de mayo de 2011

Timidez

Es que soy tímido, me dice el tipo que veinte minutos antes rodaba como un poseso por el piso del escenario. Dice que le preocupa que el tema de rodar por el piso y sacudir un poco la melena haga que sus alumnos le pierdan el respeto en horarios de oficina. Me lo dice dos veces, y empiezo a pensar que le preocupa en serio y no just for making conversation.


Trato de explicarle que hacer cosas que nos gustan y hacerlas bien debieran ser credenciales suficientes, pero no me cree. Me agradece, pero en el fondo no me cree. Quiero insistir, pero tampoco es cuestión de que lo tome como una tirada de flores berreta, y la dejo pasar. Ahora explicame vos cómo perderle el respeto a la pasión, si es lo único que nos levanta de la cama cuando al mundo se le acaba la rosca. Explicame cómo hacer para no contagiarse de esa cosquilla en el pecho, de ese momento en el que el que se conmueve te conmueve y todos somos invencibles por un rato. Ves, no hay caso.


El tipo insiste en que es tímido pero por más que miro y miro, yo no veo timidez at all. Veo un señor de sonrisa transparente, de esos que mis gatos dejarían pasar a casa sin problemas y les dormirían a los pies. La de los gatos es una aduana que funciona perfecto: te aman, te odian o te ignoran y es todo lo que necesito saber.


Ahora en escena un pibe canta Lithium pero no le pega a una puta nota. No, nene, Lithium no. Si vas a hacer mierda un tema de Nirvana que sea, no sé, Tourette´s, que si desafinás a quién carajo le importa. Empiezo una pelea interior contra mi prerrogativa rockera de quedarme a ver lo que hacen otros en las fecha compartidas, pero los pifies me duelen en el cuerpo. La nazi de la técnica le gana fulero a la optimista solidaria y me voy.


Salgo a Cabildo, me tiro en un taxi y el taxista me cuenta los histeriqueos de su última conquista. “No sabés lo que me pasó hoy”, arranca y se ve que es uno de esos días en los que ando con el cartel de “te escucho” en la frente y nunca me entero. El viaje es corto, pero el tipo me tiene de rehén por el retrovisor y yo de vez en cuando meto un ajá o un sí claro para no sentirme tan violada. “El tema de los límites es jodido”, tiro a modo de conclusión y casi que me estoy hablando a mí misma. El tachero no caza la onda divanera ni ahí. Me bajo.


Ya casi no quedan de esas voces, hablo sola mientras pijameo con el té en la mano. Voces que te envuelvan, que te fascinen como a las cobras encantadas. El tipo que dice que es tímido tiene una de esas voces. El tipo canta intenso y feroz y hay algo en eso tan primitivo y peligroso como el fuego, que seduce pero que obliga a tomar distancia, por las dudas. Termino el té y me voy a dormir, pero antes pienso en el tipo que dice que es tímido y en que me gustaría prestarle mis ojos un rato para que se vea y nunca más vuelva a dudar.

viernes, 13 de mayo de 2011

Princesas (una de nenas)

Ofelia me mira de reojo y se sube a la silla de mimbre del patio. Debería decir que salta, pero lo cierto es que es liviana como una pelusita y así como las hojas se desprenden y bajan de los árboles flotando, así, con la misma irreverencia, Ofelia llega suspendida hasta la silla de mimbre. Su silla. Y juraría que, en ese ingrávido mientras tanto, el mundo un poco que se detiene.

Todo acá es suyo. Ofelia tiene un caserón antiguo en algún barrio lunfardo, esos de techos altísimos y ventanas de vidrios repartidos. Ofelia compite con la aristocracia francesa de la arquitectura, pero casi por lástima, porque le gana a ciegas en arrogancia y encanto.

Ofelia es una gata pispireta, los ojos perfectamente delineados y una gracia que envidian todas las bailarinas del mundo.

Ofelia es la dueña de la casa y pone límites. La puedo tocar, pero no mucho, le puedo hacer mimos pero sólo cuando ella quiere. La puedo mirar pasearse por el patio, pero ni loca entrar al living. A su living, no.

Ofelia es bella y grácil, difícil y conmovedora y comparte su caserón antiguo con Artura.

Artura también es bella y grácil y encantadora y fatal, y camina por ahí como flotando y cruza el mundo como si no hubiera barrera lo suficientemente alta para detenerla. A veces parece una nena de cinco años y es frágil como una hoja y a veces tiene como mil y es capaz de encender todos los fuegos del universo con los ojos.

Artura, como Ofelia, también te gruñe si te acercás demasiado. Es que las dos saben con abrumadora lucidez que son criaturas maravillosas y que el resto del mundo es hostil y está roto y tienen miedo. Pero no te preocupes: es cuestión de tenerles paciencia y dejarles la mano siempre tendida. Te juro que al final vale la pena.