domingo, 20 de marzo de 2011

De copas

Vamos a una fiesta. Llegamos temprano con la excusa de que mañana tenemos que madrugar, pero lo cierto es que llegar antes te evita el garrón de saludar a todos cuando ya están instalados, esa parodia en la que le das un beso a un desconocido, le decís tu nombre, él te dice el suyo, ninguno de los dos entiende y se olvidan entre sí a los tres minutos. Nos acomodamos en el living y de toque pegamos onda con una pareja de tortas.

Hablamos de gatos. Siempre hablamos de gatos, es mi opening topic por excelencia. Si te gustan los gatos, tenemos diez o quince minutos de rompimiento de hielo. Si no, la remamos, pero mejor si te gustan. Resulta que las tortas son cat person así que hablamos de gatos que se escapan, de gatos que se caen por la ventana, de gatos que se llevan bien con perros, de gatos de carácter fuerte y de gatos que meten la cabeza en el calefón. Todos mostramos fotos de nuestros hijos bigotudos, orgullosos.

Las tortas son buena onda, creo que nos une la inofensividad, nadie le va a robar el novio a nadie acá. Me parece que un poco congeniamos, yo también uso ropa que me esconde las tetas, no me pinto y me corto el pelo raro.

Las tortas tienen un nomadismo que me confunde. Hablan de tu casa, mi casa, la casa de tus viejos, las mascotas que viven en las tres casas, una también menciona un hijo, es como un culebrón con muchas temporadas, ya nadie sabe quién duerme con quién. Al principio pienso que son amigas, después que son pareja, después que son ex que quedaron en buenos términos, después que son pareja de vuelta. No hay caso, el nomadismo me confunde.

La cosa se va poblando y atrás de nosotros, en una mesa, se acomoda una pareja de indies. Ella tiene pinta de cantante francesa de folk que sale en Los Inrockuptibles, él tiene un aire diáfano y ojeroso de poeta trendy-torturado a lo Lisandro Aristimuño. La cantante francesa se adueña de la laptop y la música cada vez es más desconocida, los intérpretes cada vez más desafinados y el volumen cada vez más fuerte. Cada tanto me doy vuelta para relojearla porque me parece que está un poco dañada, pero está en un trance de DJ que le tiene los ojos pegados a la pantalla. Él está al lado, no me queda claro si la custodia o simplemente se aburre.

Después de un rato meto la excusa de ir al baño y me doy una vuelta por el patio. Hay un grupo mixto charlando, pero no llego a escuchar de qué hablan. Las minas están sobreproducidas y sonríen de más; los tipos no, los tipos ya tiraron la toalla, tienen la barba un poco crecida, remeras de algodón blancas, se están quedando pelados. Hay algo en el aire que repele, como un olor a desesperación. Miro un rato y no entiendo quién coge con quién, quién le tiene ganas a quién, con quién ni se te ocurra, lo básico. Toda esa pose asexuada me da desconfianza. Me vuelvo rápido a living.

Alrededor todos toman vino en copas gigantes, copas indiscutiblemente de vino. Yo tomo Schweppes. Me gusta porque es dulce, pero es ácido, me gusta que las burbujas me hagan cosquillas. Siempre que tomo gaseosa con gente grande tengo siete años, un buzo rosa y zapatitos de charol. Me concentro en el color del vino y me dan un poco de tristeza esas copas, tan definitivas. Su destino es el vino, cualquier otra cosa que se les sirva sería no menos que decepcionante. Pobrecitas. Yo por eso en Navidad saco mis copas de Martini y las lleno con Gatorade de uva: es que en el fondo creo que todos se merecen una segunda oportunidad.

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